Y de golpe, así, sin avisar, hoy, un cuento... Espero que os guste...
El principito fue a ver
las rosas:
-Sois hermosas, pero estáis
vacías -insistió-. No se puede morir por vosotras. Seguro que un viandante
cualquiera os creería igual a mi rosa, pero ella es más importante que todas
vosotras, porque yo la he regado, porque la protegí contra el frío con mi
campana, porque la resguardé contra el viento con el biombo, porque le maté los
gusanos (excepto dos o tres para las mariposas). Porque he escuchado sus
lamentos y a veces cómo se envanecía y hasta cómo se callaba. Porque es mi
rosa.
A. de Saint-Exupéry: -El principito-
Cuando te conocí tenías veinte años. Veinte
primaveras: abriles que se me clavaron en el pecho como puñales, hirientes e
inmisericordes, desgarradores como sólo puede serlo la juventud cuando está a
punto de explotar.
Me destrozaron tus veinte años. Y no fue por
mis treinta y algunos, que quedaban lejos, es cierto, pero que no hubiesen sido
problema. Tampoco fue por mi matrimonio, que después de cinco años me importaba
ya un carajo. No me destrozaste por nada y me destrozaste del todo. Tus veinte
años arrebatados, cautivos, inocentes... y además injustos. Injustos para los
dos, sobre todo para ti, que te habían robado la mejor época de tu vida cuando
aún no la habías disfrutado. Y también para mí, que me quitaban la mejor época
de tu vida precisamente cuando tuve la posibilidad de que fuese mía. ¡Cuánto
odié tus veinte años!
La primera vez que te vi estabas mirando por la
ventana. Era abril, nueve de abril. Abrilaguasmil llovía a mares, que parecía
que se acababa de romper el cielo y que no iba a dejar de caer agua nunca. Era
un día gris, con todos los significados de la palabra; un día perfecto para
cualquier tipo de tragedia, incluso la de conocernos. Tú mirabas por los
cristales sin ver como el universo entero se caía encima nuestro. No te
importaba.
Recuerdo que tenías un gesto dulce, la misma
sonrisa de tranquilidad absoluta que se ha mantenido en tus labios todo este
tiempo, a cualquier hora, -salvo cuando te lo he hecho pasar mal, o sea, a
menudo-. Sólo Dios sabe lo bella que me pareciste aquel día. Tu belleza
doliente y dolida, que resultaba por momentos distante, y casi siempre
inaccesible.
Recuerdo que si aguanto un poco más allí, me
hubiese vuelto loco de tanto mirarte y de tanto quererte. Porque justo ese día
me enamoré de ti por vez primera, con tus veinte años a cuestas, tu imposible
belleza, tu mirada perdida, la sonrisa bosquejada y giocondina, la piel pálida
de desierto, y tu nombre cómo recién sacado de una novela sudamericana: Isaura.
Lo puse en mis labios y lo repetí en todo tiempo, como un hechizo.
Isaura-buenos-días-mi-niña, ¿qué tal noche pasaste?, por las mañanas.
Isaura-mi-amor, duerme bien, nos vemos mañana, todas las tardes antes de
despedirme. Isaura, Isaura, no tardes mi vida, ven pronto Isaura, todas mis
noches cuando no eran tuyas...
Recuerdo, en fin, que me enamoré de ti por
todas esas razones a la vez y por ninguna de ellas, que es como se enamora de
verdad uno, cuando uno, de verdad, se enamora. Y fue sin antídoto, sin remedio,
para siempre, y lo que sucede una vez sucede eternamente. Por eso seguiré
enamorándome de ninguna de esas cosas cada vez que te vea -o que no te vea-.
Seguiré amándote por todo lo que no me das. Encontrarte fue lo mejor que ha pasado
en mi vida. No te cambiaría por nada. Pero ojalá no te hubiese conocido nunca.
Han pasado once años y sigo sin poder olvidar
aquel día; es más, a medida que transcurre el tiempo recuerdo más y más cosas
que ocurrieron en las horas previas. Como por ejemplo que aquel sábado no le
correspondía a mi turno, y sin embargo acabé trabajando; o que además fui el
único de todos mis compañeros que no paré a media mañana para ir a una
conferencia en el salón de actos del hospital. Siempre que pienso en esa mañana
descubro algo nuevo, cualquier detalle, que me recuerda que tuve cientos de
oportunidades para no conocerte, y que sin embargo en cada decisión tomé
siempre la que me acercaba a ti. No creo en el destino, pero eso no debe
bastar; al destino le da igual lo que se piense de él. Lo que tiene que
ocurrir, lo que es tuyo y te corresponde, no te preocupes: estará para ti justo
cuando estés preparado para recibirlo. La frase es de mi abuelo. Es casi una
filosofía de vida, de la mía. Pero yo no estaba preparado cuando tú me
ocurriste. Ni tampoco lo estoy ahora y sin embargo vuelves a atropellarme. Esa
es tu manera de hacer las cosas, llevándote por delante todo lo que te rodea.
También a mí. A mí el primero.
Hubo en esa mañana una decisión, un momento,
que estuvo a punto de salvarme. Los ascensores estaban estropeados y tardaban
media eternidad -o algo más, depende de la prisa que cada cual tuviera- en
acudir a las llamadas. Yo, con mucha prisa no sé porqué, me planteé que si el
ascensor no aparecía en un minuto me iría a la conferencia, y a la paciente de
la 802 que la hiciese otro. Cuando ya me puse a andar se abrieron las puertas.
Di media vuelta, entré, y eso lo cambió todo.
En las ocho plantas que nos separaban repasé lo
que sabía de ti. Mujer. Veinte años. Síndrome de cautiverio de aparición súbita
hacía dos o tres semanas. Causa desconocida. Un escalofrío me recorrió el
cuerpo. Como de golpe recordé lo que significaban aquellas palabras: enterarse
de lo que ocurre alrededor, escuchar y ver lo que sucede delante de tus ojos,
oler y sentirlo todo. Y no poder hacer nada, no mirar, no llorar, no reír... La
agonía de la vigilia perpetua. Antes de eso preferiría morirme, pensé en el
ascensor. Deberías haberte muerto entonces.
Eso era lo que tu ficha decía. El resto eran
detalles irrelevantes, comentarios del médico de urgencias y de todos los
profesionales por los que -como una baraja vieja y marcada con la que nadie
quiere jugar- habías ido pasando. De lo que no hablaba el papel -de lo que no
habla nunca ninguna historia- era de los ojos, de tus ojos marrones y claros,
casi anaranjados, como dos gotas de ámbar. Color de miel, cuando la miel es
pura, caliente, dulce, líquida. Tus ojos que enganchan. Tu piel para perderse y
morirse uno -de rabia, de gusto o de tristeza- cuando te atrapa. Tus labios
mudos y esponjosos que imaginé besar tantas veces sin atreverme en ninguna, o
casi... Era lo que me importaba, pero cuando quisieron avisarme ya era
demasiado tarde.
Te vi y me olvidé de todo. Mirabas la lluvia
cuando a mí se me vino el mundo encima como una tromba. No pude hacer nada. No
hubiese sabido qué hacer. Me quedé cautivo también yo: atado a ti por algo que
la mayor parte del tiempo resulta ininteligible y siempre inexplicable. Este es
mi cautiverio. El escalofrío que me aterraba; de instauración brusca, de
evolución inmensurable, de pronóstico incierto y causa ignota. La más terrible
de todas las enfermedades.
Esta es la primera vez que te escribo y no sé
de qué me va a servir. He hablado contigo once años y nunca pensé en escribirte
una carta. Ni siquiera sé porque he empezado esta, ni qué es exactamente lo que
voy a decirte. Porque lo que quiero decirte ya lo sabes, desde hace once años,
un mes y diecinueve días. Eso si supe hacerlo en la habitación -lo que nadie te
enseña no puede ser olvidado-, acercándome a tu cabeza y bisbiseando en tu
oreja de recién nacido, como quién formula un conjuro -aunque yo fuese
hechizado y no hechicero-. Tú aguantaste mi declaración -no tenías más remedio-
impertérrita, con el rostro girado hacia el cristal empañado y los ojos
marmóreos y límpidos de una estatua de Fidias.
Al principio siempre era así, ninguna reacción,
ningún atisbo de vida que contestase a mis palabras; luego, con la sucesión de
los años hemos ido aprendiendo nuestro lenguaje; tú aprendiste a fabricar
respuestas, y yo a interpretarlas: un guiño de ojos era un sí, el gruñido que
siempre sirve para negar, tu mano intentando apretar la mía cuando decías
<yo también>.
Todo lo que me dabas, sin excepción, lo he ido convirtiendo
en afirmaciones, cada gesto en una esperanza que se adaptaba a mis necesidades.
Los neurólogos dicen que vosotros, los cautivos -curiosa forma de llamaros-, os
creáis un mundo a vuestra medida; dicen que como la imaginación y la memoria
siguen vivas sois capaces de engendrar todo lo que os falta. Algo así es lo que
me ha pasado a mí contigo. Te he ido creando, dibujando, engrandeciendo,
adornándote de todos los detalles que se me venían a la cabeza. Llegué a pensar
que saldrías adelante. Incluso que me querías. No, quizás tú nunca fuiste de
esa manera.
Tan necesitado he llegado a estar de ti, que me
dolían tus palabras siempre ausentes. Tan intangibles eran que nunca he
conocido el tono real de tu voz, de tal forma que si alguna vez me hubieses
llamado, no te habría diferenciado entre mil millones de personas. Aunque lo
más extraño es la seguridad absoluta que tengo en que si eso hubiese sucedido,
te hubiese reconocido sin dudarlo.
-Adiós -contestó el zorro-. Este es mi secreto:
sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos... El
tiempo que perdiste con tu rosa es lo que la hace tan importante.
Digo -y a ver si lo digo de una vez- que me
dolían tus palabras de la misma forma que al amputado lo que le está matando de
dolor, la verdadera causa de su agonía, es su pierna derecha, que le duele hoy
más que nunca aunque se la cortaron hace casi seis años. No hay nada tan
ilógico como el dolor, siempre variable e inexacto, aterrador, incomprensible y
omnipresente. Pero a la vez no hay nada más real, ni que defina de forma tan
exacta el límite entre la vida y la muerte. El dolor nos vuelve locos y nos
humaniza.
Llegaste a mi vida -aunque lo correcto sería
decir que apareciste, porque estabas ahí, sin venir de ningún sitio- cuando la
estaba terminando de estructurar: por fin había conseguido un trabajo fijo
después de años intentándolo, tenía mis planes hechos, cantidad de proyectos de
futuro. Hasta un matrimonio que, aunque hacía aguas por doquier, formaba
también parte de mi cotidaniedad. Todo eso te lo llevaste por delante, lo
arrasaste, le diste mil vueltas hasta convertirlo en inservible. Todo se hizo
humo y cenizas bajo tu presencia. Luego vino lo demás. Y lo demás fue dejar mi
trabajo, mis planes tan bien definidos como inútiles sin ti, mi matrimonio que
se desmoronó casi solo. Dejarlo todo para seguirte, para perseguirte por todos
los lugares en los que ibas recalando, en busca de ese hospital maravilloso
para internarte, o de ese especialista que tuvo siempre una respuesta para todo
-hasta que te conoció y se quedó mudo-. Y aún más, acudiendo a los brujos y
curanderos que yo mismo había vilipendiado antes de conocerte. Para eso me
sirve toda la ciencia que me enseñaron, para esperar un milagro; para que yo,
agnóstico, ateo, a-cualquier-cosa, rezara a un Dios extraño como último
recurso.
Tu familia y yo arrastrándote de ciudad en
ciudad detrás de una posibilidad que no llegaba a materializarse. Dicen que la
esperanza es lo último que se pierde; es mentira, la verdadera esperanza nunca
se pierde.
El último día que fui a verte estuve hablando
con tus padres. Tendrías que fijarte en ellos, tan cerca siempre el uno del
otro, con la misma inmensa ternura del primer día. Nunca en once años les he
visto un mal gesto, una mala palabra con nadie. Recuerdo que un día, en otra
ciudad, les vi por la calle, lejos del hospital, a salvo de cualquier mirada
conocida. Les seguí, creo que por curiosidad, tal vez por aburrimiento. De
repente giraron en una esquina y cuando les volví a ver estaban mezclados en un
beso increíble, mirándose con ojos jóvenes y de amor infinito, como si lo
tuviesen recién estrenado, o quizás nuevo, que es casi, casi como lo tenemos
nosotros, aunque nunca me hayas devuelto un beso ni una mirada. Me dieron
envidia tus padres, con su amor de película, tan lejano a todo lo que tenía yo,
y sin embargo tan próximo.
Ellos también han sufrido su parte. Cuando te
sobrevino la enfermedad lucharon por ti otra vez, como cuando eras pequeña,
porque los padres lo son para toda la vida. Los tuyos han sido la mano que te
vigilaba, que te daba de comer y te acariciaba. Una mano fuerte y débil. La
mano que cura. La mano que ha tirado de ti, y también de mí, de mi agonía
-diles que lo siento, diles que me perdonen-. También están presos, como tú y
como yo, cautivos el uno del otro porque es lo único que tienen. Pero se
tienen.
Te he besado algunas veces; cuando nos dejan
solos mientras te trato y nadie nos ve. Son solamente meros roces de los
labios, más propios de un niño pequeño que de un adulto entrado en los
cuarenta. Cualquiera que me oyese diría que estoy loco y yo no podría esgrimir
ningún argumento razonable para que cambiase de opinión. Me diría que lo que
cuento es increíble, que estas cosas no suceden. Y yo le daría la razón, porque
cuando estoy sin ti pienso que esto es un sueño, que no me ocurre a mí, que es
a otro. Pero luego te veo atada a esas máquinas y desearía seguir soñando,
porque en mis sueños pronuncias mi nombre, y me miras, y vienes a mi cama, y me
acaricias el pelo y... sí, estoy loco. Pero me dueles.
Hace dos meses estuvimos celebrando tu
cumpleaños. Tu veinte cumpleaños otra vez. Porque es ahí donde te paraste
mientras los demás íbamos envejeciendo a un ritmo doble. Sigues con el mismo
brillo en la mirada, con la piel igual de tersa y el cuerpo igual de castigado,
con el nombre desgastado. Tú, en esa edad mágica con la que te conocí, como si
la vida se hubiese detenido en ese instante y lo demás no importase -y lo demás
no importa-. Y los demás rehaciendo nuestras vidas a tu alrededor, girando en
torno a ti como satélites.
Te regalé una edición de El Principito; uno de
los veinte manuscritos originales del autor. Lo encontré hace años en una
librería de antigüedades en Valencia y me hizo mucha ilusión. Tenía los dibujos
que el propio Saint-Exupéry había hecho a pluma unos cincuenta años antes. Por
aquel entonces tú aún no respondías a los estímulos. Cuando volví de aquel
viaje comencé a leértelo, un capítulo cada día, como hicieron conmigo en el
colegio. Nunca tuviste tanta mejoría como en los tres meses que duró la
lectura. Cuando apareció el zorro se te iluminaron los ojos, y parecía que
estabas a punto de ponerte a hablar. Y al final, cuando llegó la serpiente para
devolver al principito a su planeta, lloraste como cualquier niño en el
colegio. Sólo fueron dos lágrimas, es cierto, pero lo cambiaron todo. Era la
primera vez que te veía llorar, con el ojo empañado y dificultades para
respirar -te salvó el respirador, como siempre-. También fue la última; después
vinieron otros muchos libros, pero ninguno te cautivó tanto como aquél. A veces
te releía algunos capítulos, sobre todo el del zorro -tú ya habías conseguido
domesticarme-. El que nunca volví a leerte fue el de la serpiente. Tenía miedo
de que tú también hubieses dejado una flor en algún sitio y quisieses volver
para cuidarla. Después de tus lágrimas, el libro era tuyo por derecho, así que
le puse una dedicatoria y te lo regalé.
Ayer me llamó tu madre. Quería verme a solas,
dijo que tenía algo que comentarme. Era la primera vez que llamaba a casa desde
que nos conocíamos. Estuvimos en un café en el centro de la ciudad. Empezó a
contarme cosas de cuando eras pequeña, lo mucho que te gustaba fantasear e
inventar historias, lo diferente que eras del resto de niñas... También me
contó el susto que te llevaste cuando jugando con un enchufe dejaste sin luz a
toda tu calle. Me dijo cuales eran tus dibujos animados favoritos, tus manías y
tus miedos. Me habló de los chicos de tu vida, del primero, del que te rompió
el corazón en segundo de BUP. , de tu amor platónico. Me contó todas aquellas
pequeñas cosas -que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel, o
en un cajón- que sólo conocen las personas con las que accedemos a compartir
nuestra vida. Esas singularidades que nos hacen ser como somos.
Tu madre me hizo reír, aunque ahora llore al
recordarlo. Luego, cuando los dos nos estábamos riendo ella paró un momento y
me preguntó si te quería. Hice una pausa. Asentí. No me preguntó nada más.
Empezó a hablar otra vez, sobre ella misma, sobre lo cansada que estaba, lo que
le había costado levantarse cada mañana durante los últimos once años. Me dijo
que se estaba volviendo loca, que ya no podía más. Que tu no-vida estaba
acabando con la suya. Ella y tu padre lo habían estado hablando desde hacía
varios meses y estaban de acuerdo. La primera vez que pronunció la palabra
eutanasia me debí de quedar blanco. Creo que se me paró el corazón durante unos
segundos. Nunca hubiese podido imaginarlo. Jamás lo había pensado. Me pidió una
opinión profesional -¿profesional de qué?, ¿de la vida?, ¿de la muerte?- sobre
las posibilidades que tendrías de salir adelante si se te desconectase el
respirador. Se la di: no aguantarías más de diez minutos sin estar conectada a
esa máquina, tus pulmones han perdido el hábito de respirar y el funcionamiento
autónomo de tus núcleos respiratorios es tan deficiente que no te garantizaría
el oxígeno que necesitas para vivir. Me miró con ojos de madre, sin verme; me
dijo que eso ya lo sabía, que era lo mismo que le habían dicho los neumólogos y
los neurólogos con los que había estado hablando.
Nos quedamos los dos en silencio, apurando los
últimos restos de nuestros cafés. Ella volvió a hablar de la eutanasia, de lo
muy duro que había resultado para ellos tomar esa decisión, pero que ahora ya
estaban dispuestos a cualquier cosa. Sólo faltaba mi palabra.
- Si fuese tu mujer, ¿qué decisión tomarías?
Sólo hubo un relámpago amarillo cerca de su
tobillo. Quedó inmóvil un instante. No gritó. Cayó suavemente como cae un
árbol. Ni ruido hizo, al caer en la arena.
Tú, como el principito, tampoco harías ruido al
caer, no gritarías. No sé que harías. Tampoco yo, por eso empecé a escribir
esta carta, porque no sé que es lo que haría. Tus padres me han dejado la
responsabilidad a mí; si estoy de acuerdo con ellos, te llevarán a casa y tu
padre desconectará el respirador. Si digo que no, seguiremos como hasta ahora,
esperando un milagro cada vez menos posible.
Esa es la razón de esta carta sin pies ni cabeza.
No escribo para contarte nada, más bien lo he hecho con la esperanza de ganar
tiempo y que mientras iba escribiendo se me aclarasen las ideas. Ahora, con los
recuerdos frescos, estoy más confuso que al principio. Sé perfectamente -eso me
lo enseñaron- que en este tipo de casos la probabilidad de que consigas salir
del estado de coma y lleves una vida adaptada es, a estas alturas, de una entre
cien millones. De lo que también estoy seguro es que las probabilidades me
importan nada, porque tú no eres un caso entre cien millones: tú eres Isaura,
mi principesa, con tus veinte años todavía y para siempre, con tus dos lágrimas
por el principio y la serpiente, con tus manos que aprietan las mías, con tu
cerebro despierto y ausente, con tu mirada brillante...
Daría todo lo que no tengo por no tener que
tomar esta decisión; hubiese preferido que tus padres no me preguntaran, o
llegar una mañana al hospital -una mañana de lluvia, gris, ideal para cualquier
tipo de desgracia- y no encontrarte. No puedo evitar pensar que, tome la
decisión que tome, voy a equivocarme. Llevo aconsejando a familiares de
enfermos toda mi vida, pero ni estoy preparado ni me sirve para nada. Por eso
rezo: ayúdame, Isaura, ayúdame porque ahora es cuando más te necesito.
Siempre tuyo
P.D:
Cuando regó por última vez su flor, disponiéndose a protegerla debajo de
la campana, el principito se dio cuenta de que sentía ganas de llorar.
-Adiós -dijo a la flor.
Pero la flor no contestó.
-Adiós -insistió.
La flor tosió, pero no precisamente
porque estuviese resfriada.
-He sido una majadera- le
dijo ella, por fin-. Te pido perdón. Que seas feliz.
Quedó sorprendido porque
ella no le reprochara nada. Quedó desconcertado, con la campana en la mano. No
comprendía aquella suave dulzura.
-Sí, te quiero -le dijo la
flor-. Por mi culpa no has aprendido nada. No tiene importancia. Pero tú has
sido tan estúpido como yo. Trata de ser feliz... Ya no quiero la campana.
-Pero el viento...
-No estoy tan resfriada como
para que... El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
[...]
Después añadió:
-No esperes más, es
doloroso... Si has decidido partir, vete.
No quería que la viese
llorar...
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